Mi prima Ingrid tenía por costumbre revelarme secretos dolorosos. Cuando tenía cuatro años, tomó mi mano y me mostró que en el espacio debajo de las escaleras mi mamá guardaba los regalos de navidad: “Papa Noel no existe” musitó a mi oído. Con solo siete años era una psicópata que disfrutaba verme al borde del colapso.
Puedo recordar con una increíble lucidez la escena. Ella ahí, tomando mi mano y sin mucha advertencia destrozando mis creencias más arraigadas. Hay que entender lo que significa esa verdad para una niña de cuatro años. ¿Si Papá Noel no existe, que otra cosa era falsa?... ¿Eran falsos los cuentos de mi abuelo sobre hombres en la luna? ¿La idea de poder separar los colores de la plastilina que había juntado en una masa marrón?¿Acaso era falsa también La promesa de volver que hizo mi papá?
Ahora tendría que acomodar mis peticiones de navidad al ajustado presupuesto de una maestra de primaria, se acabaron los sueños en los que podía pedir más de un regalo por vez. Me volví desconfiada y prevenida, durante muchos años no creí lo que ningún adulto me decía: ni sus advertencias sobre estar colgada del balcón, ni la ceguera que venía con ver la tele de cerca, ni los múltiples beneficios de la remolacha. No les creí hasta que yo misma me hice adulta y empecé a mentir, hasta ese momento solo le creía a Ingrid.
Ella que era una niña rubia de ojos verdes en un pueblo de negros, empezó a explicarme el planeta sin ningún miramiento. Me dijo que el mundo se veía plano, pero en realidad era redondo, que si me movía mucho mientras dormía, terminaría cayendo y por supuesto muerta. Me explicó que, si me tragaba la goma de mascar, sería un cadáver con las tripas pegadas. Que, si me comía su mango con sal, ella lo sabría, porque la sal robada tiñe de verde los dientes, se lo diría a la mujer que se lleva los niños malos y pronto sería parte de un sancocho. Para Ingrid las historias solo tenían un final: mi muerte.
Probablemente su mejor interpretación de la realidad la hizo un par de años después. Por alguna razón me enfermé de la panza, nada anormal en un pueblo donde el agua venia de un pozo y todos los niños éramos constantemente flacos y barrigones. Para cuando llegó la hora de la misa en el colegio, las náuseas se me acumularon en el buche y en medio del Padre Nuestro devolví todo lo que había comido.
De lejos, en la fila de los niños grandes, Ingrid me miraba con asco. Se tapaba la cara por vergüenza, mientras ponía en blanco los ojos. Entonces instaló su maléfico plan: empezó a rebujar en mi pelo, como lo hacía mi mamá cuando buscaba piojos, pero con una celeridad propia de quien está apunto de revelar una verdad monumental.
“Aquí está” gritó…. Mientras veía mi cabeza con seguridad.
¡¿Qué está? Le pregunté, atenta a lo que parecía la declaración de un nuevo paradigma.
“Tienes un 666, en la cabeza, eres la hija del diablo, por eso vomitaste en el Padre Nuestro”.
Por supuesto le creí, tenía evidencias de que lo que Ingrid decía era siempre cierto, como que Papá Noel no existiera, o que el mundo fuera redondo… Para las otras sentencias no iba a poner en riesgo mi vida solo por comprobarla equivocada.
Entonces, con esta verdad revelada, asumí mis poderes; ser la hija del diablo me dio una seguridad volátil: miraba a todos con mala cara y emitía maldiciones en voz baja, pude ensayar el vuelo patinando con una sombrilla en el balcón de mis abuelos, segura de que no habría forma de morir en un accidente cualquiera. Lo mejor de todo es que le di una explicación al no regreso de mi padre: que no volviera no era mi culpa... Es que él era el Diablo mismo.