Dianne se fue hace más de una década de la isla. Se fue, pero miraba para atrás cada tres pasos a riesgo de convertirse en una estatua de sal, irse sin vacilaciones es imposible. Al principio se le quedaron en la casa los recuerdos y las fotos de cuando era pequeñita, la ropa que no usaba mucho y se le quedó también la mitad del corazón atada sus papás.
En la ciudad de Barranquilla, estudio la especialidad que trae gente al mundo, de a poco hizo de su nombre un título, se hizo maestra en su arte y luego empezó a enseñar a los más jóvenes los por menores de la relación entre una madre, su cuerpo y su hijo.
En la mitad del camino, la enfermedad de su padre la tomó por sorpresa. No solo era rara, y confusa incluso para un médico tan habilidoso, sino que quería tratamientos poco menos que experimentales. Una vez más se encontraba cara a cara con las debilidades de su patria chica, y entonces el exilio que hasta ahí había sido una elección, se volvía una imposición dolorosa que ahora sacaba de su casa a un par de amorosos viejitos.
Su papá vino en un avión ambulancia, durmió por meses en un hospital y multiplicó el trabajo de quien hasta ese momento se ocupaba de ser una joven profesional sin preocupaciones. Pero que se mantuviese vivo era toda la remuneración que Dianne necesitaba.
Sus prioridades se dieron vuelta, y la pirámide ahora sin dudas la encabeza el bienestar de sus padres.
Pero después de eso, Dianne tiene claro que quiere ser (que va a ser). Tiene la postura, la mirada y el currículo de quien va a ser directora del programa de ginecología de la universidad que la formó a ella, lo tiene claro y lo muestra con destreza cuando pasa revista a las 90 camas que tiene a su cargo en el hospital de La Asunción. Eso la hace feliz.
Pero volver a su primera casa, no parece una posibilidad ahora. No se pinta trabajando sin la tecnología que conoce, renunciando a las actualizaciones que persigue en cada congreso para practicar la medicina con seguridad. San Andrés se volvió un lugar de vacaciones, un destino más en el abanico de opciones que se escogen a la hora de bajarle el ritmo a la vida cotidiana. Lo dice nostálgica, pero segura: “No podría volver a este San Andrés”.
Cuando termina nuestro encuentro, me pregunto ¿cuánto hemos perdido en capital humano? Yo misma me cuestiono a diario si debo o no volver, me cuesta responderme. Las islas ejercen siempre ese atractivo hipnótico, ese cordón umbilical invisible contra el que se lucha hasta que se rompe, supongo que se vuelve un puerto para barcos trasatlánticos, pero con el tiempo, el puerto se ha hecho triste y los barcos vuelven menos cada vez.