Escribo esta columna con escepticismo, abulia, o cualquier sinónimo del cansancio que surge cuando pienso en las campañas electorales que se aproximan. Estas emociones no significan ausencia de pensamiento político como miedo de subirme al carrusel de las expectativas y odios que significan la ‘política’ en un pueblo pequeño.
Volverán las grandes acusaciones, las pequeñas rencillas, las venganzas casi personales donde lo ‘humano’ desaparece en virtud del supuesto interés común.
Desde la distancia escucho como se escarba en el pozo sin fondo de los odios inútiles como los verdugos de Cástulo, a quien Fausto enterró vivo por haber prestado su casa a los cristianos de Roma. No quiero pertenecer al club de los enterradores de gente que todavía respira.
Nuestras apuestas deben tener mayor distancia que la del dedo que señala y condena o como dice Amartya Sen “ir más allá de aquel juez que injuria de manera abierta al ladrón”
Pero… ¿qué aportamos? ¿Cómo se construye una ética social donde las sanciones morales son subalternas del parentesco y el amiguismo?
Todos sabemos que en este archipiélago crecen juntas la maleza y las flores, las piedras y los peces, los cerdos y las iguanas. Convivimos con nuestros contrarios de manera cercana y en muchas ocasiones el afecto se entrelaza con el antagonismo. Esa condición debe convertirse en una oportunidad otorgada por la naturaleza insular.
Aquí las más variadas especies nos juntamos por familiaridad, interés o casualidad. Moralistas anacrónicos con homicidas culposos, consumistas endebles con pescadores antiguos, defensores de derechos humanos con ladrones optimistas y así hasta completar el cuadro infinito de posibilidades. Todas las mezclas en un radio de 27 kilómetros cuadrados.
¿Cuál es entonces la salida? Coincidir en acuerdos vitales. Sentarnos alrededor de un mismo fuego con la certeza que conservar una sociedad plural, diversa y al tiempo respetuosa de su ancestralidad y su historia es una postura abiertamente revolucionaria. En este sentido no le falta razón al filósofo Byung-Chul Han , cuando afirma que “cuanto más iguales son las personas, más aumenta la producción; esa es la lógica actual; el capital necesita que todos seamos iguales, incluso los turistas; el neoliberalismo no funcionaría si las personas fuéramos distintas”. Por ello propone “regresar al animal original, que no consume ni comunica desaforadamente”
Creo que el único proyecto político viable en este archipiélago es espiritual. No hablo de religión, obviamente. Hablo de incluir el universo invisible en el obsceno lenguaje de la cotidianidad política de las islas, donde al parecer las cifras se convierten en el santo y seña de una arcadia que fabricamos en la imaginación, porque la realidad la desgastó la violencia turística, la homogenización y la testarudez
Permítanme sugerir cuatro apuestas para una utópica campaña en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina.
1) la preservación de la vida, lacultura ancestral y la integralidad del territorio dependen de la conservación y el amor por los recursos naturales 2) El cuidado del “otro” es parte de nuestra riqueza cultural 3) La autonomía no se solicita se ejerce 4) la belleza justa del paisaje representa supervivencia económica y espiritual.
Si… ya sé querido lector; usted tiene 25 propuestas más, lo aliento a escribirlas y compartirlas como un ejercicio de lo colectivo que se construye sin presión ni premios. La única regla es que reconozca la existencia del otro y valore su otredad *
Tengamos una conversación pausada. Nos hemos demorado mucho.
(*) La noción de 'otredad' es habitual en la filosofía, la sociología, la antropología y otras ciencias. Se trata del reconocimiento del Otro como un individuo diferente. Al reconocer la existencia del otro, la propia persona asume su identidad.
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EL ISLEÑO no se hace responsable por los conceptos emitidos en esta columna de opinión, los cuales no comprometen su pensamiento ni su postura editorial